Dicen que algo no existe hasta que se nombra y supongo que igualmente una persona no puede existir si carece de un nombre, porque éste forma parte de nuestra identidad y a menudo ejerce cierta influencia en nuestro comportamiento, o al menos eso es lo que yo creo. No tengo ninguna razón científica que me avale, pero siempre he odiado a las Sandras, querido a los Antonios, apreciado a las Josefinas y me he sentido indiferente ante los Carlos.
Quizá este comportamiento irracional me venga de la confusión onomástica que ha reinado siempre en mi familia. Tanto en la rama materna como en la paterna hay varios casos de personas que acaban siendo llamadas con un nombre completamente distinto al que recibieron, ya sea por razones políticas o por los caprichos de la vida.
Puedo empezar por los de la familia de mi abuela materna, Felisa. Que yo sepa, ella no tenía otro nombre, aunque el suyo resultaba un poco contradictorio con su personalidad: ella no solía ir mostrando su felicidad por ahí. Había nacido en un pequeño pueblo de La Alcarria, en Guadalajara, y allí era costumbre poner a los niños el nombre que correspondiese con el santo del día. Así, su hermana mayor se llamó Demetria y dos de sus hermanos, que nacieron el mismo día en distintos años se llamaron Dionisia y Dionisio. Siempre me he preguntado si solo había un nombre posible por cada día y por qué mis bisabuelos no buscaron una alternativa para su único hijo varón en aquel momento. Mi conclusión es que seguramente las otras opciones eran mucho peores, como Atanasio o Metodio, por ejemplo. Los últimos hijos en llegar fueron Jesús y Carmen que en realidad eran Serafín y Sofía. Mi tía Carmen además, aumentó el caos casándose con mi tío Felipe, que en realidad se llama Isidoro.
La siguiente generación tampoco escapó a esa regla no escrita, como atestigua la historia de mi tía Merche, que sorprendió a todos los niños que asistían a su boda cuando oyeron decir al cura:
-Luz María, ¿aceptas a Cipriano como legítimo esposo?
Los adultos nos tuvieron que dar muchas explicaciones aquel día, tuvieron que contarnos que mi abuelo Bienvenido (un nombre que le quedaba como un guante) inscribió a mi tía como Luz María, aunque él quería llamarla simplemente Luz: en la España de Franco un nombre de mujer sin un María delante o detrás era inconcebible. Con lo que él no contaba era con la beligerancia de las hermanas de mi abuela, que cuando vinieron a conocer a su sobrina le dijeron a coro:
-¡Cómo se os ocurre llamar a la niña Luz María habiendo nacido el día de la Merced! Vosotros haced lo que queráis, pero nosotras desde luego la vamos a llamar Mercedes.
Y así fue y quizá mis tías acertaron, porque una Mercedes queda mucho mejor con un Cipriano que una Luz María.
Estos son los ejemplos más o menos caprichosos pero el caso de mi tío Antonio, el hermano de mi padre, fue una cuestión puramente política. Mi tío nació en 1937, en Picasent porque mis abuelos habían marchado a Valencia siguiendo al gobierno de la República. Su nombre, además de Antonio, era Gorki, un nombre digno del hijo de un comunista admirador de la literatura rusa. Por supuesto, con el triunfo de Franco, ese Gorki tenía que desaparecer. Cuando mi tío murió en Brasil, tuve que enviar a mi tía y primos su partida de nacimiento y me sorprendió el descuido con el que habían tachado el nombre ruso, que seguía siendo perfectamente legible. Algunas veces me pregunto si ese tachón influyó de algún modo en su vida, si le hizo inclinarse a las artes plásticas en vez de a la literatura.
Finalmente estoy yo, oficialmente María Ana, aunque toda mi vida mi familia me ha llamado Marián. Siempre he odiado ese María Ana, que no es Mariana, ni Ana, ni María, y que me hace sentirme ajena cuando alguien me llama así. Mi padre quiso ponerme el nombre de la mujer que simboliza a la República francesa, como un homenaje a mis dos abuelos republicanos y a Francia, país donde había pasado una temporada. Pensó que ese Marianne iba a sortear el escrutinio de los burócratas franquistas pero se equivocó por completo. No pudo ponerme ese nombre, no porque fuera republicano o revolucionario, sino porque era extranjero. El propio oficinista del Registro le propuso a mi padre el nombre que aparece en mis documentos y con el que nunca he logrado identificarme:
-Llámela María por la Virgen y Ana por su madre.
Y me condenó a ser María Ana en los trámites burocráticos, Ana en las reservas de los restaurantes, Marian en mi trabajo (es más fácil asimilar la pronunciación de mi nombre al de Miriam) y Marián para mi familia. Quizá eso explique que tenga cierto trastorno de la personalidad pero no me importa porque sobre todo, me proporciona una historia que contar.
domingo, 12 de noviembre de 2017
Todos los nombres
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Me ha llegado al alma que aprecies a las Josefinas. Gracias, porque yo misma nunca me he sentido muy a gusto en ese nombre que era como de señora mayor con moño. Y ahora que ya voy teniendo la edad adecuada, me he cortado el pelo.
ResponderEliminarSi te sirve de consuelo, te diré que lo de cambiar nombres es lo mas habitual en la familia de mi santo. En principio, por apodos mas o menos relacionables con el nombre original: los Eduardo son Lalo, Dado y Tati.Los Joaquínes, Quino, Chimo o Joaco. Pero ¿por qué un Federico es Nure, y una Emilia, Pispa, o una Amalia, Kichi? ¿Por qué a un Gabriel se le llama Beloto, y a otro Pedro? Y alcanza hasta a los amigos, porque a Teodoro dimos en llamarle Mateo y hasta hoy. Así que no te preocupes, que en todas partes cuecen habas.
Y aparte de todo, me ha encantado tu post