En la vida no tenemos muchas certezas. Una de ellas es que no hay una única tortilla, sino que hay muchas y para cada uno de nosotros existe una tortilla excepcional: la pequeñita que la abuela prepara para cada uno de sus nietos, la cuajadita que la madre hace para los tiquismiquis a los que no les gusta ver el huevo manando entre las patatas cuando le hincan el tenedor, la que hace el abuelo una de las escasas veces en que la abuela le deja cocinar (normalmente cuando ella no está), la jugosa, con cebolla y el huevo en su punto justo que la tía prepara con todo su amor para la sobrina que ha estado enferma y ha soñado con ese manjar en el año y medio que no ha podido tomar alimentos sólidos...
Nunca pensé que escribiría sobre la tortilla de patatas pero este fin de semana me he dado cuenta de que es absolutamente necesario hacerle un homenaje. Los que me conocéis bien habréis adivinado que cuando he hablado de la tortilla que la tía hace a la sobrina que ha estado enferma, me estaba refiriendo a mi madre y a Elvira, hija de mi prima Paloma y mi tercera sobrina. Elvira lleva desde finales de abril de 2016 luchando contra la leucemia y contra las consecuencias de la quimioterapia. Hace casi un año consiguió vencer a la primera pero su esófago había sufrido tanto con el agresivo tratamiento contra el cáncer que le era imposible ingerir alimentos sólidos. Elvira soñaba con poder comer carne asada, canelones, merluza en salsa verde, la pizza de su tío Jaime, pero solo comía purés y batidos. Después de varios intentos, al fin una complicada intervención quirúrgica la ha desembarazado de sondas y otros dispositivos de alimentación. Lo normal habría sido empezar a tomar caldos y dieta blanda pero Elvira empezó con pan, queso y Conguitos. Cuando vio que masticar y tragar ya no le planteaba problemas le pidió a mi madre que le llevara un tortilla de patatas al hospital. Así que hoy mi madre, mi prima y yo hemos admirado a Elvira mientras se comía su primera tortilla en tanto tiempo, como si fuéramos los Reyes magos adorando al Niño. Nunca una tortilla me había producido tanta emoción.
Esta emoción me ha conectado con otra experimentada este mismo fin de semana, en un delicioso viaje a Mérida. Fui a la inauguración de una exposición con unas amigas y en la comida posterior, la artista y un amigo suyo arquitecto nos contaron su proyecto para un espacio de Villanueva de la Serena: una plaza dedicada a la tortilla de patatas, que según las fuentes documentales tuvo su origen en este lugar. No será un homenaje literal y se basará en la idea de la diversidad de tamaños y formas y a la vez en la capacidad de unirnos y en su poder de evocación.
Después de ver a Elvira comer ese trozo de tortilla, un proyecto como ese no solo no me parece descabellado sino que creo que es necesario y quizá un día lo visitemos con ella para celebrar que por fin hemos salido de la pesadilla.
domingo, 26 de noviembre de 2017
Elogio de la tortilla
domingo, 12 de noviembre de 2017
Todos los nombres
Dicen que algo no existe hasta que se nombra y supongo que igualmente una persona no puede existir si carece de un nombre, porque éste forma parte de nuestra identidad y a menudo ejerce cierta influencia en nuestro comportamiento, o al menos eso es lo que yo creo. No tengo ninguna razón científica que me avale, pero siempre he odiado a las Sandras, querido a los Antonios, apreciado a las Josefinas y me he sentido indiferente ante los Carlos.
Quizá este comportamiento irracional me venga de la confusión onomástica que ha reinado siempre en mi familia. Tanto en la rama materna como en la paterna hay varios casos de personas que acaban siendo llamadas con un nombre completamente distinto al que recibieron, ya sea por razones políticas o por los caprichos de la vida.
Puedo empezar por los de la familia de mi abuela materna, Felisa. Que yo sepa, ella no tenía otro nombre, aunque el suyo resultaba un poco contradictorio con su personalidad: ella no solía ir mostrando su felicidad por ahí. Había nacido en un pequeño pueblo de La Alcarria, en Guadalajara, y allí era costumbre poner a los niños el nombre que correspondiese con el santo del día. Así, su hermana mayor se llamó Demetria y dos de sus hermanos, que nacieron el mismo día en distintos años se llamaron Dionisia y Dionisio. Siempre me he preguntado si solo había un nombre posible por cada día y por qué mis bisabuelos no buscaron una alternativa para su único hijo varón en aquel momento. Mi conclusión es que seguramente las otras opciones eran mucho peores, como Atanasio o Metodio, por ejemplo. Los últimos hijos en llegar fueron Jesús y Carmen que en realidad eran Serafín y Sofía. Mi tía Carmen además, aumentó el caos casándose con mi tío Felipe, que en realidad se llama Isidoro.
La siguiente generación tampoco escapó a esa regla no escrita, como atestigua la historia de mi tía Merche, que sorprendió a todos los niños que asistían a su boda cuando oyeron decir al cura:
-Luz María, ¿aceptas a Cipriano como legítimo esposo?
Los adultos nos tuvieron que dar muchas explicaciones aquel día, tuvieron que contarnos que mi abuelo Bienvenido (un nombre que le quedaba como un guante) inscribió a mi tía como Luz María, aunque él quería llamarla simplemente Luz: en la España de Franco un nombre de mujer sin un María delante o detrás era inconcebible. Con lo que él no contaba era con la beligerancia de las hermanas de mi abuela, que cuando vinieron a conocer a su sobrina le dijeron a coro:
-¡Cómo se os ocurre llamar a la niña Luz María habiendo nacido el día de la Merced! Vosotros haced lo que queráis, pero nosotras desde luego la vamos a llamar Mercedes.
Y así fue y quizá mis tías acertaron, porque una Mercedes queda mucho mejor con un Cipriano que una Luz María.
Estos son los ejemplos más o menos caprichosos pero el caso de mi tío Antonio, el hermano de mi padre, fue una cuestión puramente política. Mi tío nació en 1937, en Picasent porque mis abuelos habían marchado a Valencia siguiendo al gobierno de la República. Su nombre, además de Antonio, era Gorki, un nombre digno del hijo de un comunista admirador de la literatura rusa. Por supuesto, con el triunfo de Franco, ese Gorki tenía que desaparecer. Cuando mi tío murió en Brasil, tuve que enviar a mi tía y primos su partida de nacimiento y me sorprendió el descuido con el que habían tachado el nombre ruso, que seguía siendo perfectamente legible. Algunas veces me pregunto si ese tachón influyó de algún modo en su vida, si le hizo inclinarse a las artes plásticas en vez de a la literatura.
Finalmente estoy yo, oficialmente María Ana, aunque toda mi vida mi familia me ha llamado Marián. Siempre he odiado ese María Ana, que no es Mariana, ni Ana, ni María, y que me hace sentirme ajena cuando alguien me llama así. Mi padre quiso ponerme el nombre de la mujer que simboliza a la República francesa, como un homenaje a mis dos abuelos republicanos y a Francia, país donde había pasado una temporada. Pensó que ese Marianne iba a sortear el escrutinio de los burócratas franquistas pero se equivocó por completo. No pudo ponerme ese nombre, no porque fuera republicano o revolucionario, sino porque era extranjero. El propio oficinista del Registro le propuso a mi padre el nombre que aparece en mis documentos y con el que nunca he logrado identificarme:
-Llámela María por la Virgen y Ana por su madre.
Y me condenó a ser María Ana en los trámites burocráticos, Ana en las reservas de los restaurantes, Marian en mi trabajo (es más fácil asimilar la pronunciación de mi nombre al de Miriam) y Marián para mi familia. Quizá eso explique que tenga cierto trastorno de la personalidad pero no me importa porque sobre todo, me proporciona una historia que contar.
sábado, 11 de noviembre de 2017
San Mateo y el ángel
Al fondo la oscuridad. No hay pistas sobre dónde se desarrolla la escena. El único mobiliario que vemos está constituido por un banco y una mesa. Todos estos muebles están hechos de madera trabajada toscamente: no hay ningún adorno , ninguna pintura en ellos. Su única función es ser útiles.
La mesa sirve para escribir: hay un libro sobre ella y alguien está escribiendo sobre él, omejor dicho, ha dejado de escribir en ese momento y espera, espera a que otra persona le diga lo que tiene que poner o busca las palabras dentro de sí mismo.
El hombre es viejo, delgado: a través de la abertura de la túnica se pueden apreciar las costillas pegadas a una piel que aparece llena de arrugas. Las manos son grandes y expresivas y en una de ellas sostiene la pluma que ha quedado en suspenso mientras piensa o escucha. Lleva una túnica de color anaranjado y un manto alrededor de un tono más rojizo, aunque es difícil decirlo cuando lo que observas es una reproducción del cuadro. Está descalzo y su postura es sorprendente: tiene una rodilla apoyada en el banco y el cuerpo girado al lado contrario de la mesa. Parece que algo lo ha sorprendido o sería más exacto decir que algo le sobrecoge hasta tal punto que el banco en el que se apoya no se asienta firmemente en el suelo, sino que tiene una parte en el aire, sobresaliendo del marco de la escena, formando un escorzo que ayuda a dar profundidad al cuadro y a la vez nos habla del virtuosismo del pintor.
Suspendida sobre la oscuridad está la figura del ángel, un muchacho joven con el torso desnudo, envuelto en pliegues de tela blanca que forman un arabesco en la parte superior de la escena. La piel del ángel es blanca, suave, de una carnalidad que parece contradecir su naturaleza espiritual. Las alas son oscuras y casi se confunden con el fondo del cuadro. Mira a la figura del viejo y toca el índice de una de sus manos con dos dedos de la contraria, casi como si estuviera haciendo una enumeración. No es un niño hermoso, no podríamos nunca llamarlo angelote, es un joven que está en la frontera entre la niñez y la adolescencia, un ángel extraño para una pintura religiosa.
¿Qué representa este cuadro?¿Un evangelista que escribe lo que le dicta un ángel? A mí me gusta pensar que Caravaggio representa aquí el acto de la creación artística, al escritor que se sobrecoge porque encuentra dentro de sí mismo la semilla que le permite transmitir su "evangelio", aunque tuvo que recurrir a un ángel y a un viejo recaudador de impuestos para contárnoslo.
Un gato bajo la lluvia (variación) o En este pueblo es verdadera devoción la que tenemos por Hemingway
Una mujer mira la plaza de un pueblo costero italiano desde el interior de su habitación de hotel. No está sola: sobre la cama un hombre lee. Son los únicos americanos alojados allí, pero no sabemos qué los ha llevado precisamente a ese lugar. Fuera llueve y quizá por eso no han salido hoy, no están en la playa o recorriendo los alrededores.
La mujer repara por primera vez en el monumento a los caídos; la lluvia lo hace brillar, define mejor sus contornos y aleja la distracción que suponen los visitantes y el pintor que suele estar allí y apoyar su tela sobre un caballete. La luz grisácea del día ayuda a la mujer a percibir mejor la realidad, a fijarse en la plaza, en la lluvia y en el gato. Mejor dicho, en la gata que trata de hacerse un ovillo bajo la mesa para no mojarse. De pronto ella se da cuenta de que también se hace cada vez más pequeña, de que cada vez se siente más ajena. Lleva demasiado tiempo siguiendo a George en sus viajes, viviendo en hoteles, haciendo siempre lo que él quiere por costumbre, porque ya no sabe qué es lo que ella desea.
Hasta ese momento. En cuanto la ve, sabe que quiere esa gata, que quiere tener algo suyo, algo que la haga sentir, percibir su peso y su calor sobre el regazo, igual que necesita dejarse el pelo largo, notarlo tirante recogido en su nuca.
Decide pasar a la acción y baja a buscar a la gata. Se cruza con el gerente del hotel que la ve salir y manda a una doncella con un paraguas para resguardarla de la lluvia. La gata ha desaparecido; ahora es ella la que se hace pequeña para no mojarse. La doncella nunca la entiende bien pero esta vez sabe leer en ella y se da cuenta de qué es lo quiere. La convence de que vuelva a su habitación antes de ponerse enferma. También el gerente se preocupa por ella, aunque eso no la hace sentirse mejor. En cambio, George le pregunta por la gata casi sin apartar la vista de lo que está leyendo. Ella trata de discutir con él pero no lo consigue: la manda callar y vuelve a su lectura.
Llaman a la puerta: es la doncella que le trae un enorme gato pardo de parte del gerente. Ella lo mira y piensa que el gato se parece a George y decide que ya no lo quiere.
viernes, 10 de noviembre de 2017
Requisitos para ser bibliotecaria
No sé si os habéis preguntado alguna vez cuáles son los requisitos para ser bibliotecaria (las mujeres aún somos mayoría en la profesión). Si os fiáis de lo que aparece en películas, series o anuncios, quizá penséis que es necesario tener moño, usar rebeca (o cárdigan) y mandar callar a todo el mundo. La rebeca ayuda a no pasar frío (los sitios donde trabajamos no suelen gozar de muy buena temperatura), el moño está completamente demodé y aunque a veces tenemos que mandar callar a la gente, ni nos gusta ni creemos que sea uno de nuestros principales cometidos.
Yo soy bibliotecaria accidental y aunque quizá no os lo creáis, a mi me vino muy bien ser alta y tener las manos grandes. Esos dos rasgos que me alejaban de la imagen de mujer delicada y necesitada de protección, que incluso hacían que los varones de mi edad se sintieran un poco intimidados por mi presencia, me proporcionaban una ventaja evolutiva indiscutible: llegaba sin esfuerzo a los estantes más altos y abarcaba muchos volúmenes con mis manos. Eso me hizo feliz porque empecé a pensar en mí misma como un ejemplar más evolucionado del homo sapiens: yo era un especimen del homo bibliothecarius.
Queda una segunda cuestión por resolver: hay quien piensa que a una bibliotecaria le deben gustar los libros. No puedo decir que esto no sea cierto, ya que normalmente somos buenos lectores y visitantes asiduos de las librerías, además de las bibliotecas, pero el amor a los libros no es el requisito principal para ser bibliotecaria/o, porque todo nuestro trabajo es inútil si no le sirve a la gente.
Así es, si quieres ser bibliotecaria/o tienes que saber tratar con gente de todo tipo: gente que lee el periódico, gente que busca un lugar calentito o fresquito según la época del año, gente que estudia para conseguir el trabajo de su vida, gente que levanta la mirada de un libro o de sus apuntes para encontrarse con la mirada de otra gente, gente que navega usando ordenadores o smartphones, gente que viaja sin salir de la biblioteca, gente que tiene problemas de próstata y viene a utilizar los baños, gente que duerme la siesta apoyando la cabeza sobre la mesa, gente que tiene dudas, gente que llama por teléfono, gente que lleva los libros bajo la axila o se resguarda con ellos de la lluvia, gente que da las gracias, gente que ni siquiera dice hola o por favor, gente que sonríe, gente que exige, gente que no se resigna, gente que está cansada...
En fin, no me hagáis mucho caso, nunca he sido demasiado ortodoxa con esto de las bibliotecas y tengo unas manías muy raras, como preguntarme por qué queremos tanto a Paul Otlet y hemos olvidado a Henri Lafontaine o a qué esperan para llenar la clase vacía de la CDU. Menos mal que no me dedico a escribir manuales de Biblioteconomía.